" Qué
horror, madre mía "
Fue lo primero
que le vino a la boca a Ylenia cuando descubrió que el protagonista
de la metamorfosis de Kafka despierta un día cualquiera convertido
en escarabajo gigante. Dejó el libro encima de sus rodillas y pasó
largo rato sentada en el sofá, con la mirada perdida en un punto de
la pared blanca de enfrente, reflexionando. Pasó por las distintas
emociones que hemos experimentado todos al leer ese relato:
incredulidad, ansiedad, risa, asco y compasión, entre otras muchas,
sin saber por cual decantarse. Se puso en pie, dejó el libro en la
pequeña mesita del salón y apagó a Beethoven, su única compañía
en los ratos de lectura.
Se dispuso
entonces a continuar con uno de tantos domingos por la tarde,
recogiendo y fregando los platos que había dejado esperando en la
cocina, dándole vueltas constantemente al asunto del escarabajo.
¿Qué puede tener alguien en la cabeza para imaginar una situación
así?. Desde luego, a Ylenia nunca se le habría ocurrido. Es una
mujer sencilla, enamorada del arte, que pasa sus días en compañía
de diversos autores que, para su desgracia, están todos muertos,
aunque bien pensado, si los hubiese tenido delante, habría sido
prácticamente incapaz de entablar una conversación. Su evidente
carencia de habilidades sociales era la responsable de que no tuviera
muchos amigos, aunque tampoco sintiera nunca la necesidad de
relacionarse excesivamente. Le
gustaba el silencio y la
tranquilidad, aunque como todas las
personas de este mundo, tiene un miedo constante a quedarse sola para
siempre. Hubo algunos hombres en su vida que como vinieron se fueron
sin dejar más huella que algunas fotos en las repisas de las
estanterías, o regalos de aniversario olvidados en el cajón, así
que a sus 32 años, Ylenia no se atreve a reconocerse a si misma que
aún no ha conocido un verdadero amor.
Pero no es en
esto en lo que piensa mientras enjabona la escasa vajilla usada.
Piensa que de todas las cosas horribles en las que uno puede
transformarse de un día para otro, la peor de todas sería en un
insecto gigante. Nadie va a quererte así, aún habiendo sido el más
fiel de los amantes, o el hijo favorito de mamá. ¿Quién puede
amar, alimentar y cuidar a un escarabajo que apenas entra en su
propio cuarto?, ¿quién va a tener las entrañas de ponerle del
derecho cuando se de le vuelta?. Ylenia enjuaga los platos pensando
en que si tuviera que transformarse en algo, sería definitivamente
cualquier cosa antes que eso. No hay nada que le de más miedo. Una
vez tuvo que llamar a su fiel amigo Carlos para que le matara una
pequeña cucaracha que se había colado en el cuarto de baño,
probablemente por las tuberías. El pobre hombre tuvo que atravesar
la ciudad para llegar a casa de Ylena, matar al insecto de un
zapatazo y emprender el camino de vuelta.
Continuó con las
tareas de la casa, y a eso de las cinco decidió salir porque
llovía. Le gusta pasear bajo el paraguas por el parque. Respira
hondo y sonríe, ya que hay pocas cosas que le agraden más que el
olor a tierra mojada. No hay nadie más en la calle excepto ella y
eso la reconforta mientras continua su silencioso camino.
Cree firmemente
no necesitar a nadie en su vida, pero en silencio se mira día a día
en el espejo y teme una vejez solitaria, morir sin dejar huella, que
nadie la eche de menos igual que ella no echa nunca
de menos a nadie. Podría ponerle remedio a la situación, en el
fondo sabe que Carlos podría
acompañarla y no le importarían las arrugas que vistieran su
rostro, pero teme el cambio, prefiere quedarse como está. No quiere
romper su falso techo de paz.
No regresa
demasiado tarde a casa, ve un poco la televisión y se va a su cuarto
mirando de reojo a Kafka que sigue olvidado en la mesita del salón.
"Quizá mañana" suficiente pesadilla por hoy. Y un día
más, un día menos, Ylenia se mete en la cama y duerme sin sueños,
profunda y tranquilamente.
A la mañana
siguiente no se encuentra bien y decide apurar un poco más el
tiempo en la cama antes de levantarse para ir a trabajar. Le duele la
cabeza, la barriga y se siente más débil que nunca. Siente que
tiene dificultades para respirar e intenta relajarse. Pasan unas
horas y no
mejora, así que llama a su trabajo para informar de su situación y
vuelve a dormirse de puro agotamiento.
Despierta bien
entrada la tarde y ha mejorado un poco, aunque todavía tiene
dificultades para respirar. Se levanta lentamente de la cama y
haciendo un gran esfuerzo arrastra los pies hasta el cuarto de baño.
Se sienta en la taza y recapitula qué comió ayer.. Nada ha podido
sentarle mal, aunque quizás el tomate frito se había pasado un poco
y no se dio cuenta. Nunca se le dio bien comprobar cuándo la leche o
el tomate están o no comestibles. Quizás también fue el paseo,
pensaba, la humedad le habría calado los huesos y por eso le costaba
tanto caminar y respirar. "Ha tenido que ser eso" Se dijo a
sí misma. Se acercó al lavabo para despejarse un poco la cara con
el agua fría y su grito ante el espejo fue tan fuerte que bien
pensado fue muy extraño que los vecinos no llamasen a la policía.
No podía parar
de chillar, sollozar, convulsionar frotándose cara y manos al
mismo tiempo frente al espejo. La mujer sumamente parecida a ella
pero con 50 años más, le devolvía la misma cara de horror y se
palpaba simultáneamente todo el cuerpo, igual de incrédula e
histérica. Cuando comprobó y no cupo ninguna duda de que
efectivamente ella y la anciana del espejo eran la misma persona ,
se golpeó la cara, cerró y abrió los ojos mil veces y se miró las
manos arrugadas otras tantas, para finalmente sentarse en la cama y
entrar en una risa histérica, seguida de un bucle casi infinito de
repetirse a si misma cada vez en voz más alta "esto no está
pasando".
Caminó por la
casa sin saber qué hacer ni donde ir. Pensó en llamar a Carlos,
pero hacía tanto tiempo que no sabían el uno del otro que no se
sentía con el derecho de balbucearle por el auricular unas
explicaciones que ni siquiera tenían sentido para ella; además,
¿qué iba a poder hacer?, él era periodista, no médico, así que
se puso un abrigo y salió a la calle todo lo rápido que le dejaron
sus piernas en dirección al hospital más cercano.
Esperó
en una sala blanca con pequeños asientos marrones mientras veía a
un niño suplicarle a su padre que le dejara sin ponerse la vacuna.
Le prometía que mamá no se enteraría y sobretodo insistía mucho
en que no iba a enfermar. A Ylenia le dio por reír pensando que
ojala se supieran esas cosas. El padre se dio cuenta de la risa y
aprovechó la situación para apresurarse a regañar al pequeño.
- Ves, ¿Javier?
si no te callas la señora va a seguir riéndose de ti.
La señora. La
señora. la SEÑORA. Dos palabras que Cayeron como un piano de cola
desde un sexto piso sobre su cabeza, y aunque el niño siguió
intentando llamar la atención con sus ocurrencias, Ylenia no volvió
a abrir la boca hasta que fue su turno.
-¿Y bien, qué
le ocurre? - Preguntó el médico mientas tecleaba algo en su
ordenador, sin ni siquiera mirarla. Para él solamente era una vieja
más que iba a la consulta quizá por pasar el rato.
Tardó tanto
tiempo en comenzar a explicarse que el médico despegó sus ojos de
la pantalla para mirarla arqueando las cejas impaciente y curioso.
Ylenia notaba que su barbilla temblaba y se le empezaban a humedecer
los ojos. Se apartó un fino mechón gris que le molestaba en la
frente y dijo de la forma más convincente que pudo:
- Se que es
difícil de creer, pero anoche yo tenía 32 años.
Sonrió con
compasión y dijo algunas palabras que pretendían sonar
tranquilizadoras mientras escribía algo ilegible en un papel. Ylenia
salió esa mañana del hospital con una cita para el día siguiente a
las 10:00 en el psiquiatra, y un bote de pastillas que fue a parar a
la basura más cercana. Se sentó en un banco, se tapó la cara con
las manos y comenzó a llorar sin consuelo. No sabe cuánto tiempo
pasó así.
Intentó
tranquilizarse porque pensó que no hay nada más deprimente que una
vieja sola llorando en mitad de la calle. Caminó pesadamente de
vuelta. Algunas personas la ayudaron a cruzar la calle. Cuando abrió
por fin la puerta de casa, no eran más de las nueve de la noche, y
aunque había pasado prácticamente el día entero durmiendo, se
sentía sumamente cansada. No se preparó la cena, simplemente se
sentó en el sofá y miró un punto fijo de la blanca pared, deseando
despertar en cualquier momento, mirar sus manos y que fueran las de
siempre.
Bajó la vista y
vio a Kafka justo en el mismo sitio donde lo dejó. Compadeció y
comprendió al pobre hombre transformado . De una vieja solitaria
todo el mundo quiere escaparse, igual que de un insecto gigante.
Llena de rabia e impotencia arrojó el libro lo más lejos que pudo.
No podía llorar
ya. Toda sensación había sido sustituida por una necesidad urgente
de compañía, de coger a un ser querido de la mano, de apoyarse en
su pecho y esperar a que todo pasara. La angustia y la desesperación
fueron en aumento conforme avanzaba la noche, y cuando no pudo más
descolgó el auricular. Pensó que Carlos siempre
había estado para ella, y que
aunque llevaran mucho tiempo sin saber el uno del otro, él
seguramente seguiría enamorado de ella, siempre
la iba a querer pasara lo que
pasara. Con ese reconfortante pensamiento marcó los números y
esperó. Tardó un poco en descolgar, y la voz dormida de Carlos
pregunto quién era.
- Te necesito-
Dijo a media voz
Se formó un
denso silencio al otro lado del teléfono, e Ylenia creyó que se le
paraba el corazón cuando escuchó de fondo al otro lado una voz
femenina tan adormilada como la de Carlos que preguntaba "Cariño,
¿quién es a estas horas?".
Colgó el
teléfono antes de escuchar la propia voz de su amigo y se fue al
dormitorio sintiendo que cada latido de su corazón eran cristales
que se le clavaban por todo el cuerpo.
Se tumbó en la
cama, dejó escapar una silenciosa lágrima y cerró los ojos,
calmando poco a poco su angustia y su soledad conforme el sueño y el
agotamiento la invadían . Esa noche, Ylenia murió en la cama sin
sueños, profunda y tranquilamente.